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martes, 25 de mayo de 2010

AL GRAN PUEBLO ARGENTINO... SALUD!


A DOS SIGLOS DEL CABILDO ABIERTO por
Historiador argentino
(Pueden visitar su sitio clickeando su nombre)

En las primeras horas de la mañana del 22 de mayo de 1810, una crecida parte de los patricios armados de pistolas y puñales debajo de sus vestidos, ocuparon la Plaza de Mayo. Eran los más decididos por la caída del Virrey, y en algún modo intimidaban con su presencia las entradas a la plaza, bajo la atenta mirada del capitán Eustoquio Díaz Vélez, uno de los oficiales más audaces y más adelantados en el alboroto.
Se corrió la voz, que si la votación les resultaba adversa, de seguro harían una gritería para conseguir sus ambiciones. Buenos Aires ya tenía alguna feliz experiencia de un clamor semejante, que fue suficiente para darle el 14 de agosto de 1806 la comandancia de armas a Liniers y comenzar la caída del virrey Sobre Monte.
De los 450 invitados, sólo asistieron 251 vecinos y en él se decidió la suerte de Cisneros. Muchos no concurrieron por temor a las violencias que podían suscitarse en el ingreso, pero es más probable que no lo hicieran para no querer complicarse en asuntos enojosos. Lo cierto es que el número de españoles fue menor al de americanos, ya que hubo invitaciones que se consiguieron en forma subrepticia para permitir el acceso de algunos no convidados.
Los invitados se ubicaron en la extensa galería superior; en el extremo norte se ubicó el estrado y desde allí hasta el extremo sur, los bancos y escaños que se pudieron reunir de la Catedral y las iglesias de Santo Domingo, San Francisco y La Merced, más algunas sillas.
Los concurrentes votaron en público, algunos testigos afirman que quienes votaban a favor de Cisneros, se les escupía, se les mofaba, hasta el extremo de haber insultado al Obispo y gritado “chivato” al prefecto de los betlemitas; y al subinspector de artillería Francisco de Orduña lo trataron de loco. Muchos al pie de los balcones, gritaban, aplaudían, comentaban o protestaban, según fuera el destino de los votos, cosa que se enteraban porque alguno de los del recinto les hacía señas desde el balcón lateral de la casa capitular.
Apenas abierta la sesión con gran expectativa, el primero en emitir su voto fue el Obispo Lué. Ocupó un estrado principal, rodeado por sus acólitos; uno sostenía su mitra; los otros, los gruesos volúmenes encuadernados en pergamino de las Leyes de Indias y otros textos con los que pensaba hundir a sus adversarios. A pesar de su ropaje eclesiástico, más se parecía al militar que había sido en su juventud, preparado para un duro combate. El entrecejo fruncido de Castelli, Belgrano y Chiclana, que lo miraban fijamente, hacía pensar que el volcán estaba pronto a estallar. Y monseñor habló largo y tendido, según era su costumbre en cuanta plática o sermón pronunciaba. En medio de un profundo silencio se puso de pie y comenzó su discurso; era evidente que su malhumor era mayor que en otras oportunidades, aunque con voz trémula, como si estuviese intentando contener su carácter natural. Entre otras cosas manifestó con modales y palabras agresivas que era un desacato insolente el negarle a la ciudad de Cádiz imponerle un gobierno general a las Indias, que desconocer la Regencia que allí se había erigido era un crimen de alta traición y lo que más irritó fue el hecho de sostener que mientras que un solo español peninsular existiera en estas tierras, a él le correspondía el gobierno en nombre de S.M. Las palabras de Su Ilustrísima exacerbaron a los complotados y los partidarios del Virrey lamentaban haberle elegido para iniciar el acto; conociendo la vehemencia y poco tacto del señor Obispo es lo primero que debieron advertir.
La posición contraria fue sostenida por el doctor Juan José Castelli, aunque le costó al principio hacerse oír. Dio una serie de opiniones que concluían en la proposición de que, ausente del trono S.M. y disuelta la Suprema Junta que en su nombre gobernaba, la soberanía había recaído en los pueblos de estos dominios, para suplir la autoridad hasta tanto se restableciese el poder legítimo. Su voto fue, pues, por declarar cesado al Virrey y nombrar una Junta en Buenos Aires.
El fiscal Manuel Genaro Villota, hombre de altas prendas morales, sujeto de conocimientos y bastante capaz, respetado por los jóvenes legistas que deseaban el cambio; tomó la palabra y concedió a Castelli la verdad de su proposición en cuanto a la soberanía; pero le negó que el pueblo porteño sólo tuviera ese derecho; que no era él más que uno de los muchos del Virreinato, de modo que después de escuchados todos y en vista de su conformidad, podría formarse legítimamente ese gobierno. Esta ajustada contestación desconcertó a Castelli, pero uno de los concurrentes, el influyente Antonio José de Escalada, al ver su perplejidad incitó al doctor Juan José Paso a que rebatiera al fiscal. Paso era auxiliar de Villota y, conforme a su carácter de moderación, no había sido hasta allí más que un mero espectador. Las palabras del doctor Paso fueron aplaudidas por la multitud encabezada por Terrada, del batallón de Granaderos de Fernando VII, quien afirmó que con estas palabras estaba definida la “suerte de Buenos Aires”.
Al caer el sol seguía la sesión, por lo que se buscaron velas para los faroles que iluminaban los corredores, las escaleras y demás habitaciones de la casa; se sirvió algún vino de Málaga y generoso para seguir el trabajo, más unos bizcochos como para engañar el estómago. Algunos como el asunto iba para largo se retiraron y no emitieron su voto, pero en realidad venía mal, por lo que José Martín de Zuleta partidario acérrimo del virrey protestaba para que concurrieran a votar más de doscientos vecinos de primer orden que faltaban. Una de las fórmulas más votadas, que solicitaba se delegara el mando en el Cabildo, fue la de Saavedra, que junto con algunos otros agregados reunió 87 voluntades.
Algunos no creyeron en la importancia del Congreso. Tal fue el caso del notario de la Curia, Gervasio Antonio de Posadas, quien dijo no tener la menor idea ni noticia previa de lo que se tramaba, excusa dudosa de creer atento al diario contacto que tenía con el Obispo, que estaba muy bien informado. Don Benito González Rivadavia, no concurrió porque la noche anterior le habían medicado unas lavativas.
Lo cierto es que ese Cabildo Abierto fue el primer anuncio de la participación de los porteños en la suerte de la futura Patria. La emblemática imagen de su edificio, se asocia a cualquier argentino desde la más primera infancia y sin duda junto con la Pirámide, son los dos más claros monumentos históricos que convocan desde Buenos Aires a todos los Argentinos.

Gracias, Roberto!
Feliz Día de la Patria!
Un beso para todos,








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